Aquella mañana se levantó con la
esperanza de que sería el mejor día de su vida; su nihilismo le exigía le
agobiaba, ya el sentido era una palabra que no tenía definición en el mismo
diccionario. Su madre; la doña como le decíamos repitió aquellas palabras: “El
no creía en nada, en nadie; ni en el mismo; ojalá Dios sea bueno con su
destino”. Luis se levantó entonces esperanzado y se afeitó tras cinco años sin
hacerlo, eran las 6:00 am y el agua fría le golpeo la piel carcomida por la
vejez y los vellos encarnados, luego con parsimonia; abandonando su ímpetu se
contempló en el espejo, contemplo la vieja brocha de s padre y la cuchilla.
Su madre, la doña; le había
ordenado que se afeitase en muchas ocasiones, incluso sus amigos que por el
destino no logramos leer los designios le dijimos en más de una ocasión:
“Pareces un loco, si te rapas quedas para manicomio” Él sonreía, porque en sus
adentro lo anhelaba.
Se cortó la cara en varias
ocasiones, la falta de práctica y la mano temblorosa hicieron las suyas. En los
tiempos mozos, se afeitaba a perfección en menos de cinco minutos. Aquella
mañana, obscura todavía; se tardó más de treinta. Cerca de las 7:00 el chorro
golpeó el cuerpo, raquítico y con panza, recordó entonces a su muchacha, la
misma que en tantas ocasiones me confesaba su amor: “Luis es un hombre
maravilloso…” Luego se quedaba en silencio durante minutos con la melancolía de
su ser, aquellos ojos negros entonces se encharcaban y desviaba la mirada,
desde que él decidió irse por los azares del destino, de su destino; en el que
tampoco creía a lo más recóndito de la ciudad, nunca ella despuntó la sonrisa
que nos conquistó en la niñez.
Aún era hermosa, cierto; pero
siempre sería la mujer, la musa, la novia; lo más amado por Luis y por lo tanto
nos era vergonzoso ahora pensar en lo más casto de lo más impuro. Ella el
orgullo de mi amigo y prefirió marcharse antes de que se consumiera junto a él
en su locura. Una noche, de esas de copas; en la plaza de Belén mientras tomaba
aquella cerveza del tarro verde me dijo: “La amo, la adoro; pero mi mente es un
caos, ella debe ser más que feliz”. Días después le dejo la nota para nunca
verla más, salvo en su cabeza.
Mientras la ducha continuaba, la
luz empezó a filtrarse por la rendija del baño. El olor a un desayunó inexistente
le llego a la nariz. A eso de las ocho caminaba por una cocina vacía; “Lo
primero es ayunar, durante días, es hora de olvidar los placeres” me dijo en
una de sus cartas. Luego se tumbó en el sofá; observó el techo enverdecido por
el moho. El alma se le escapaba, pero eso no le importaba, en contraposición le
hacía feliz.
El viejo reloj de la pared marcó
las diez, era un Jawaco heredado de su abuela; el himno nacional que detestaba
resonó, al parecer empezaba amar lo que antes odio. Tarareó la canción, se
ajustó la corbata morada, dio una última limpieza a sus zapatos y quitó la
etiqueta de la camiseta blanca. Ese fue mi último regalo de cumpleaños para él:
“Blanca – me dijo – vos sos marica si pensás que me voy a poner eso” Luego una
carcajada, un abrazo y corrió a darle un abrazo gigante a ella; en medio de su
desazón ella le daba eso que siempre buscaba: paz.
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