viernes, abril 25, 2014

La inmolación (PI)


Aquella mañana se levantó con la esperanza de que sería el mejor día de su vida; su nihilismo le exigía le agobiaba, ya el sentido era una palabra que no tenía definición en el mismo diccionario. Su madre; la doña como le decíamos repitió aquellas palabras: “El no creía en nada, en nadie; ni en el mismo; ojalá Dios sea bueno con su destino”. Luis se levantó entonces esperanzado y se afeitó tras cinco años sin hacerlo, eran las 6:00 am y el agua fría le golpeo la piel carcomida por la vejez y los vellos encarnados, luego con parsimonia; abandonando su ímpetu se contempló en el espejo, contemplo la vieja brocha de s padre y la cuchilla.

Su madre, la doña; le había ordenado que se afeitase en muchas ocasiones, incluso sus amigos que por el destino no logramos leer los designios le dijimos en más de una ocasión: “Pareces un loco, si te rapas quedas para manicomio” Él sonreía, porque en sus adentro lo anhelaba.

Se cortó la cara en varias ocasiones, la falta de práctica y la mano temblorosa hicieron las suyas. En los tiempos mozos, se afeitaba a perfección en menos de cinco minutos. Aquella mañana, obscura todavía; se tardó más de treinta. Cerca de las 7:00 el chorro golpeó el cuerpo, raquítico y con panza, recordó entonces a su muchacha, la misma que en tantas ocasiones me confesaba su amor: “Luis es un hombre maravilloso…” Luego se quedaba en silencio durante minutos con la melancolía de su ser, aquellos ojos negros entonces se encharcaban y desviaba la mirada, desde que él decidió irse por los azares del destino, de su destino; en el que tampoco creía a lo más recóndito de la ciudad, nunca ella despuntó la sonrisa que nos conquistó en la niñez.

Aún era hermosa, cierto; pero siempre sería la mujer, la musa, la novia; lo más amado por Luis y por lo tanto nos era vergonzoso ahora pensar en lo más casto de lo más impuro. Ella el orgullo de mi amigo y prefirió marcharse antes de que se consumiera junto a él en su locura. Una noche, de esas de copas; en la plaza de Belén mientras tomaba aquella cerveza del tarro verde me dijo: “La amo, la adoro; pero mi mente es un caos, ella debe ser más que feliz”. Días después le dejo la nota para nunca verla más, salvo en su cabeza.

Mientras la ducha continuaba, la luz empezó a filtrarse por la rendija del baño. El olor a un desayunó inexistente le llego a la nariz. A eso de las ocho caminaba por una cocina vacía; “Lo primero es ayunar, durante días, es hora de olvidar los placeres” me dijo en una de sus cartas. Luego se tumbó en el sofá; observó el techo enverdecido por el moho. El alma se le escapaba, pero eso no le importaba, en contraposición le hacía feliz.


El viejo reloj de la pared marcó las diez, era un Jawaco heredado de su abuela; el himno nacional que detestaba resonó, al parecer empezaba amar lo que antes odio. Tarareó la canción, se ajustó la corbata morada, dio una última limpieza a sus zapatos y quitó la etiqueta de la camiseta blanca. Ese fue mi último regalo de cumpleaños para él: “Blanca – me dijo – vos sos marica si pensás que me voy a poner eso” Luego una carcajada, un abrazo y corrió a darle un abrazo gigante a ella; en medio de su desazón ella le daba eso que siempre buscaba: paz.

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